Por Milda Rivarola.
El patrón, el modelo es el mismo. En algún lento proceso judicial, las tierras son pretendidas por algún inversionista extranjero, normalmente ausente. O son fiscales y algún jerarca –antiguo o nuevo- se apropió de ellas, pagando nada o una miseria. Porque desde hace un siglo y medio, desde los tiempos de Don Carlos pasando por los de B. Caballero y A. Stroessner, con sus respectivas y ambiciosas familias y amigos, para eso nomás mandan. Para quedarse con los bienes y tierras públicas.
Ciertamente había otra gente allí, desde antes. Eran campesinos o indígenas. O son ahora hijos de campesinos sin trabajo, a los que el Estado prometió falsamente un trozo de tierra. Algunos pocos siguen siendo indígenas, cada vez más acorralados por grandes fazendas en expansión. Ese combate, viejísimo, tiene hoy nuevos alicientes. Las tierras decuplicaron su valor. Y tras deforestar todos los bosques y rentar todas las estancias aptas para la agricultura, el agronegocios está quedando sin lugar para expandirse.
Entonces revisaron con atención los sitios ya ocupados. Y descubrieron que aún había nichos con buenas tierras y montes y arroyos para seguir creciendo. Allí vive la población más vulnerable, la que no tiene apoyo político, parlamentarios defensores, prensa amiga, ni dinero para comprar justicia. Y hacia allá se dirigen, con su insaciable hambre de tierras. Van raudos y seguros de sí mismos, armados hasta los dientes.
Ya tenían un ejército de fiscales, jueces y comisarios policiales amigos que los seguían en esa nueva “cruzada sobre el desierto”. Ahora, tranquilos con sus colegas en el mismísimo gobierno, para abreviar el procedimiento contratan –porque llevan mucho apuro- miles de sicarios y “guardias de seguridad”. Esos antes conocidos con un término más idóneo, “capangas”.
Y los lugares dónde persisten esos refugios de antiguos habitantes se están manchando de sangre. Los auto-designados “productores” se dan el lujo de celebrar macabros aniversarios: el 15 de junio de 2012 es conmemorado con el 15 de junio del 2014, el ataque armado a los Avá de Y´apó, en Corpus Christi. Hay matices: los campesinos de Curuguaty habían sido “haraganes” y “asesinos”, hasta quizá “EPP”, los Avá Guaraní son apenas unos pobres “indios sucios” empeñados en guardar sus templos ancestrales.
Como los titulares de prensa siempre acusan a las víctimas de agresores y delincuentes, la justicia actúa en consecuencia. Las víctimas, los familiares o sobrevivientes de estas masacres son inmediatamente procesados por la fiscalía y van a parar a la cárcel. Para que ya no piensen en bregar por sus derechos, para que jamás sueñen en recibir justicia donde la corrupción impera.
El ataque de un batallón de capangas a Y’apó es emblemático: los Avá son, entre los Guaraní, el pueblo más pacífico, el más manso. Días antes, centenares de policías -armados como para combatir peligrosos guerrilleros- quemaron sus ranchos y destruyeron sus cultivos. Con orden de la fiscalía, como siempre. Pero ellos volvieron allí, serenos y tristes, con sus mujeres y sus niños. Debían hacerlo, era el lugar de sus dioses, el sitio sagrado de sus ancestros. Y quizá sólo para morir en ellas, retornaron a su tierra. Como sus hermanos de Curuguaty, silenciosos y harapientos, simbolizan lo poco de coraje y dignidad que resta en ella.